El 15 de junio de 1958, la música mexicana perdió uno de sus más ilustres creadores. Su vida -no extensa, pero fructífera (46 años)- estuvo dedicada únicamente al cultivo de lo que fue para él centro y eje: la música.
Hoy ubicamos su figura como la de un creadro auténtico, movido por un gran amor a la naturaleza y dotado de una inteligencia y poder de invención netamente musicales.
Moncayo clausuró en forma brillante y sólida una de las etapas decisivas de la música mexicana: el nacionalismo.
Puede decirse que toda tendencia estética sigue -más o menos- las leyes de la curva de Gauss enlazándose con las anteriores en lo que después veremos como lógica evolución y sucesión determinada; las teorías se formulan a posteriori, una vez que características, rasgos y tendencias se han utilizado, catalogado y comparado. Los momentos de transición -tan fructíferos para quienes saben aprovecharlos- son sumamente peligrosos: entrañan el nacimiento de nuevas directivas y por ende una actitud distinta.
A Moncayo correspondería históricamente el segundo sector descendente de la curva que se correlaciona -mas no opone- al período de auge.
El nacionalismo musical mexicano abarca de manera muy amplia, la producción -en su primera etapa (la más brillante)- de Ponce, Revueltas, Huizar, Rolón, así como los inicios de Carlos Chávez. Desgraciadamente, esta tendencia habría de convertirse posteriormente en algo acartonado, estacionario y falto de interés: se volvió sobre lo ya realizado, se explotaron sus hallazgos y línea estilística hasta provocar un manierismo hipertrofiado.
En medio de este panorama poco alentador la música mexicanajugó una de sus más brillantes cartas en la persona de Moncayo, quien supo unir la legitimidad de sus intenciones artísticas, una honradez acrisolada y total congruencia histórica con su momento.
Su música reúne en forma sorprendente dos tendencias en apariencia opuestas: potencia y vigor dinámicos, así como un lirismo pleno de ternura evocativa.